La transición energética global está reconfigurando el poder económico, las cadenas de valor y el empleo.
Lo que comenzó como una agenda climática se ha convertido en un proceso profundo de reindustrialización y distribución de poder en todo el mundo.
Durante gran parte del siglo XX, la geopolítica estuvo dominada por los grandes productores de petróleo y gas: la OPEP, los petrodólares y las rutas de crudo.
Hoy, el liderazgo ya no se define solo por quién controla el petróleo y el gas, sino por quién domina la fabricación de tecnologías limpias y la infraestructura eléctrica.
Este cambio profundo implica que los países con capacidad para producir paneles solares, turbinas eólicas y baterías, así como los que invierten en I+D, adquieren una ventaja estratégica decisiva.
Las fuentes de baja emisión (renovables y nuclear) ya representan más de la mitad de la capacidad de generación mundial.
En la última década, la energía solar y eólica han crecido a tasas anuales superiores al 15%, alcanzando participaciones del 12% y 8% respectivamente en el mix eléctrico global.
Esta aceleración se traduce en hitos históricos que marcan un antes y un después en el balance energético global.
El coste nivelado de la electricidad (LCOE) de la solar fotovoltaica ha caído más de 80% desde 2010.
De igual forma, la eólica onshore se ha abaratado en torno al 60%, situándola por debajo de muchas fuentes fósiles nuevas.
Actualmente, en la mayoría de las regiones es más barato construir nueva capacidad renovable que mantener plantas de carbón o gas existentes.
Las proyecciones prevén caídas adicionales del 5–10% anual en costes de solar, eólica y baterías hasta 2035, consolidando su ventaja competitiva.
En los últimos años, la inversión anual en energías renovables superó ampliamente el billón de dólares, duplicando la destinada a combustibles fósiles.
Organismos internacionales exigen triplicar la capacidad renovable para 2030, lo que implica elevar la inversión anual por encima de 1,5 billones de dólares.
El capital privado representa la mayor parte de este financiamiento, con un rol creciente de bancos multilaterales y fondos de inversión verdes.
La transición energética ha generado un nuevo mapa de poder donde emergen China, la Unión Europea, Estados Unidos y ciertos países emergentes.
Países exportadores de petróleo y gas con limitada diversificación enfrentan riesgos de activos varados y choques fiscales.
Economías con marcos regulatorios débiles pueden quedar rezagadas en la adopción de tecnologías limpias, pese a tener abundantes recursos.
La fabricación de equipos, desde paneles solares hasta transformadores y redes inteligentes, se concentra en Asia, pero se impulsa el reshoring en Occidente.
La minería de minerales críticos—litio, níquel, cobalto, tierras raras—adquiere relevancia estratégica y enfrenta tensiones ambientales y sociales.
Las redes de transmisión y almacenamiento requieren inversiones masivas para integrar energías variables y garantizar estabilidad.
La velocidad de cambio plantea retos regulatorios, sociales y técnicos: desde la gestión de redes hasta la formación de talento especializado.
Sin embargo, la innovación constante en I+D pública y privada abre oportunidades para nuevos modelos de negocio y empleo cualificado.
La colaboración internacional y los acuerdos de comercio verde serán clave para evitar barreras y fomentar cadenas de suministro resilientes.
La reconfiguración del mapa económico global está en marcha, impulsada por la energía renovable y la electrificación.
Más allá de la lucha contra el cambio climático, se trata de ganar liderazgo en la próxima generación industrial.
Los países y empresas que apuesten con decisión por las energías limpias y las cadenas de valor asociadas serán los grandes protagonistas del siglo XXI.
Referencias