En un entorno global de incertidumbre, la inflación subyacente emerge como la brújula capaz de orientar a familias, empresas y responsables de política monetaria hacia una visión más estable de las fuerzas que determinan el coste de la vida.
La inflación subyacente se define como la variación de precios que excluye los componentes más volátiles, normalmente los alimentos no elaborados, la energía y otros productos de alta fluctuación. A partir de la misma cesta del IPC, se obtienen dos cifras: el IPC general y el IPC subyacente, cuya tasa de variación anual o mensual constituye la inflación subyacente.
Al eliminar las partidas sujetas a cambios bruscos, esta medida refleja mejor las presiones de fondo que pueden mantenerse en el tiempo más allá de los vaivenes coyunturales.
Comprender este concepto es esencial para interpretar por qué, a veces, la inflación general parece moderarse pese a que los precios de bienes y servicios fundamentales continúan subiendo a ritmo acelerado.
En su forma más sencilla, el IPC subyacente se obtiene restando del índice general el peso y la variación de los componentes excluidos: "IPC subyacente = (IPC general – excluidos) / resto de la cesta × 100".
Para analizar su evolución, se calculan tasas interanuales o intermensuales que miden la variación porcentual frente a periodos previos. Sin embargo, los bancos centrales suelen emplear métodos complementarios:
Cada método aporta matices distintos y, en conjunto, ofrece un panorama más completo de las fuerzas inflacionistas presentes en la economía.
La inflación general captura el coste de la vida «a pie de calle», imprescindible para indexar salarios, pensiones y contratos. En cambio, la subyacente es la preferida por los bancos centrales para calibrar la política monetaria a medio plazo.
Mientras la general puede mostrar saltos bruscos por la energía o la alimentación, la subyacente suele presentar una serie más estable que permite detectar tendencias persistentes.
Estos contrastes explican por qué, en ocasiones, el IPC general parece aliviar la presión inflacionaria cuando la energía baja, pero la subyacente permanece elevada, apuntando a desequilibrios más profundos.
El concepto de inflación subyacente nació en los años 70, tras las crisis petroleras que distorsionaron la percepción de la inflación. Al separar los shocks de oferta puntuales de las tendencias subyacentes, se ganó una herramienta eficaz para diseñar políticas económicas.
Durante la Gran Crisis Financiera (2008–2019), la inflación general se mantuvo baja, con preocupaciones por la desinflación estructural. Por el contrario, el repunte de precios tras la pandemia (2021–2023) reveló que las medidas de corto plazo no bastaban: la subyacente creció con fuerza en servicios, alquileres y salarios.
En Europa, el BCE enfatizó estos datos para justificar tasas de interés elevadas, mientras que en España, muchos hogares vieron cómo su poder adquisitivo seguía siendo atacado pese a la caída temporal de la energía.
La demanda agregada impulsada por un consumo privado elevado y políticas fiscales expansivas eleva los precios de bienes y servicios no energéticos. Los tipos de interés bajos y el crédito fácil aportan más combustible al fenómeno.
Por otro lado, los costes de producción —salarios, alquileres de locales y logística— se trasladan a los precios finales, especialmente cuando las empresas cuentan con poder de mercado para fijar márgenes.
Las expectativas juegan un rol crucial: si hogares y empresas anticipan otra subida de precios, negocian salarios y aumentan precios en cadena, alimentando una inflación inercial.
Así surgen tres tipos de inflación: de demanda, de costes y de segunda ronda (inercial), cada una con implicaciones distintas para la economía.
El BCE y la Reserva Federal tienen objetivos de inflación alrededor del 2 %. Cuando la inflación general baja pero la subyacente se sitúa muy por encima, mantienen tipos altos para frenar la dinámica de fondo.
Si, por el contrario, la subyacente desciende hacia el objetivo, se abren puertas a recortes o a un tono menos restrictivo. Por ello, en sus comunicados oficiales siempre hay énfasis en lecturas subyacentes y en medidas alternativas como la media recortada.
Para los hogares, las subidas de precios en alimentos procesados, alquileres o servicios reducen el poder de compra de su salario, generando tensiones presupuestarias.
En las empresas, Presiones de precios en servicios y alquileres aumentan los costes operativos y obligan a revisar márgenes, inversiones y estrategias de precios.
Los inversores, por su parte, vigilan la inflación subyacente para anticipar movimientos de los bancos centrales y ajustar carteras ante posibles alzas o recortes de tipos.
Estos ejemplos numéricos permiten interpretar de forma práctica cuándo la política monetaria podría relajar su postura y cuándo debe mantenerse cauta.
La inflación subyacente, lejos de ser un dato técnico reservado a economistas, es una herramienta imprescindible para entender la dinámica real de precios.
Familias, empresas e inversores ganan perspectiva al centrarse en esta medida, y los bancos centrales la emplean para tomar decisiones más acertadas. Hoy, más allá de los titulares, su seguimiento resulta esencial para afrontar con éxito los retos económicos del presente y futuro.
Referencias